Sus casi cien años de vida le entregaron a la historia del pensamiento una monumental obra. Desde las matemáticas a la lógica, de la filosofía a la política, de la educación a la ética, Bertrand Russell no dejó nunca de ejercer lo que él definía como una de sus grandes pasiones: el pensamiento.
Nacido en 1872 en Ravencroft, Inglaterra, Russell quedó huérfano cuando
era muy pequeño. Sus abuelos se hicieron cargo de su cuidado
brindándole la educación típica destinada a la aristocracia inglesa de
la época.
A los once años ya estudiaba geometría euclidiana y desde ese momento hasta la publicación de Principia Mathemática su pasión estuvo vinculada con esta disciplina.
Fue un gran lector de los clásicos de la literatura, la filosofía y la historia lo que valió una formación sólida en las diferentes ciencias del hombre. Como muchos de sus contemporáneos, su interés en la matemática hizo que reorientara sus preocupaciones hacia la lógica y la filosofía.
En este campo se destaca su aporte a la fundación de la denominada filosofía analítica liderando la “rebelión británica contra el idealismo” y dando el puntapié inicial para desarrollar diversas investigaciones en ese terreno. La ética también fue una de sus grandes preocupaciones, al igual que su militancia pacifista que le valió la cárcel y persecuciones en más de una oportunidad.
Tal vez haya sido su espíritu liberal el que lo llevó a preocuparse por las cuestiones educativas. Si bien no fue pedagogo escribió tres libros sobre esta temática, destacándose Sobre la educación. Especialmente en la infancia temprana publicado en 1926.
Un año después, junto a su esposa, decidió fundar una escuela al darse cuenta que ninguna de las tradicionales instituciones merecía que le confiara la educación de sus hijos. Como puede suponerse a partir de esta anécdota, su opinión del sistema educativo hegemónico no era muy favorable, llegando a afirmar que “un porcentaje considerable de niños tiene el hábito de pensar; pero una de las metas de la educación tradicional ha sido curarlos de ese hábito”.
Creía y abogaba por una transformación del mundo a partir de la educación y difundió este principio por todo el mundo a través de conferencias y seminarios.
Como firme defensor de la ciencia, a la que intentó despojar de su utilitarismo, planteaba que “…todo gran arte, toda gran ciencia surge del deseo apasionado de dar cuerpo a lo que fue un fantasma informe, una belleza seductora que saca a los hombres de su paz y de su tranquilidad y los arrastra hacia un tormento glorioso. Los hombres a quienes atormenta esta pasión no deben ser aprisionados en las cadenas de una filosofía utilitaria, porque a su ardor debemos todo lo que engrandece al hombre…”.
Además, fue un crítico de las características que había asumido la educación superior, cuyo defecto mayor era su “demasiado énfasis en el aprendizaje de ciertas especialidades y demasiado poco en un ensanchamiento de la mente y el corazón por medio de un análisis imparcial del mundo”.
En 1950 su vasta obra literaria fue reconocida mediante el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura. Jamás abandonó su militancia pacifista y, por esos tiempos, en plena guerra fría, participó en la organización de la Campaña por el Desarme Nuclear, siendo arrestado y nuevamente encarcelado en 1961. Luego, y a pesar de de tener más de noventa años, aportó su presencia y prestigio para protestar, junto a los jóvenes, contra la guerra de Vietnam.
Su visión de la educación y de la importancia de la misma en la construcción de una sociedad mejor puede resumirse citando sus propias palabras: “una generación educada en atrevida libertad tendrá esperanzas más fuertes y amplias que las que son posibles para nosotros, quienes todavía debemos luchar contra los miedos supersticiosos que se ocultan debajo del nivel de nuestras conciencias”.
Bertrand Russell falleció el 2 de febrero de 1970, algunas de sus principales obras son Los caminos de la libertad (1918), Matrimonio y moral (1929), Educación y Orden Social (1932), El impacto del a ciencia en la sociedad (1951), entre otras.
En 1932 Bertrand Russell publicó Elogio de la ociosidad donde había un pequeño ensayo sobre educación del cual reproducimos un fragmento:
“Sobre la cuestión de la libertad en la educación hay en el momento tres grandes escuelas de pensamiento, que se derivan en parte de diferencias acerca de los fines y en parte de diferencias en teoría psicológica. Hay quienes dicen que los niños deberían ser completamente libres, por muy malos que puedan ser; hay quienes dicen que deberían estar sujetos completamente a la autoridad, por muy buenos que puedan ser; y hay quienes dicen que deberían ser libres, pero que, a pesar de la libertad, deberían ser siempre buenos.
Este último grupo es más numeroso de lo que la lógica permitiría suponer; los niños, como los adultos, no serán todos virtuosos si son completamente libres. La creencia de que la libertad asegurará la perfección moral es un vestigio del rousseaunismo y no sobreviviría a un estudio de los animales y los bebés.
Aquellos que sostienen esta creencia piensan que la educación no debería tener un propósito expreso, sino que simplemente debería ofrecer un ambiente propicio para el desarrollo espontáneo. No puedo estar de acuerdo con esta escuela, que se me hace muy individualista e indebidamente indiferente a la importancia del conocimiento. Vivimos en comunidades que requieren cooperación, y sería utópico esperar que toda la cooperación necesaria resultara del impulso espontáneo. La existencia de una gran población en un área limitada es solamente posible por virtud de la ciencia y la técnica; la educación debe, por lo tanto, entregar el necesario mínimo de éstas.
Los educadores que permiten la mayor libertad son hombres cuyo éxito depende del grado de benevolencia, autocontrol e inteligencia adiestrada, los cuales difícilmente se pueden generar donde todo impulso queda sin control; sus méritos, por lo tanto, probablemente no se perpetuarán si sus métodos no son diluidos. La educación, vista desde un punto de vista social, debe ser algo más explícito que una simple oportunidad de crecimiento. Claro que debe proveer dicha oportunidad, pero también debe proveer el equipamiento mental y moral que los niños no pueden adquirir completamente por sí mismos.
Los argumentos en favor de un alto grado de libertad en la educación no emanan de la natural bondad del hombre, sino de los efectos de la autoridad, tanto en los que la padecen como en los que la ejercen. Aquellos que son sometidos a la autoridad se vuelven sumisos o rebeldes, y cada una de estas actitudes tiene sus inconvenientes.
El sumiso pierde iniciativa, tanto de pensamiento como de acción; aún más, la rabia generada por el sentimiento de verse frustrado tiende a encontrar escape intimidando a quienes son más débiles. Ésta es la razón por la cual las instituciones tiránicas se autoperpetúan: lo que un hombre ha sufrido a causa de su padre lo inflige a su hijo, y las humillaciones que recuerda haber sufrido en la escuela pública las pasa a "los nativos" cuando se convierte en constructor de imperios.
Así, una educación indebidamente autoritaria convierte a los alumnos en tímidos tiranos, incapaces de invocar o tolerar originalidad de palabra o de hecho. El efecto sobre los educadores es aún peor: tienden a convertirse en sádicos disciplinarios, gustosos de inspirar terror y satisfechos de no inspirar nada más. Como estos hombres representan el conocimiento, los alumnos le toman horror al conocimiento, el cual, entre la clase alta inglesa, se supone que es parte de la naturaleza humana, pero realmente es parte de un bien enraizado odio por el pedagogo autoritario.
Los rebeldes, por otro lado, a pesar de ser necesarios pueden difícilmente ajustarse a lo que existe. Aún más, hay muchas maneras de rebelarse, y sólo una pequeña minoría de éstas es sabia.
Galileo fue un rebelde y fue sabio; los creyentes en la teoría de la Tierra plana son igualmente rebeldes pero son tontos. Existe un gran riesgo en la tendencia a suponer que la oposición a la autoridad es esencialmente meritoria y que las opiniones no convencionales están destinadas a ser correctas: ningún propósito útil se sirve rompiendo los postes de la luz en la calle o sosteniendo que Shakespeare no es poeta. No obstante, esta excesiva rebeldía es a menudo el efecto que la demasiada autoridad tiene sobre alumnos inspirados.
Y cuando los rebeldes se convierten en educadores, algunas veces estimulan el desafío en sus pupilos, para quienes, al mismo tiempo, están tratando de proveer un ambiente perfecto, aunque estos dos propósitos sean a duras penas compatibles.
Lo que se quiere no es ni obediencia ni tampoco rebelión, sino un buen carácter y una general afabilidad tanto hacia la gente como hacia las nuevas ideas. Estas cualidades se deben en parte a causas físicas, a las cuales los educadores chapados a la antigua ponen muy poca atención; pero ellas se deben aún más a la libertad del sentimiento de contrariada impotencia que surge cuando son frustrados impulsos vitales.
Si los jóvenes deben crecer entre adultos amigables, es necesario, en la mayoría de los casos, que ellos sientan amabilidad en el ambiente. Esto exige que debería haber una cierta simpatía por los deseos importantes del niño y no meramente un intento de usarlo para algún fin abstracto, como la gloria de Dios o la grandeza del país de uno. Y, en la docencia, debe hacerse todo esfuerzo posible para causar en el alumno la sensación de que vale la pena saber lo que se está enseñando: al menos cuando esto es verdadero. Cuando el alumno coopera con gusto, aprende doblemente rápido con la mitad del cansancio. Todas éstas son razones válidas para un alto grado de libertad (…)”
Via: Mundo docente
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