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6 oct 2009

Michel Montaigne, el universo como libro escolar


En los albores de ese proceso de transformación cultural que se llamó "renacimiento", Michel Montaigne (1533-1592) ocupó un lugar destacado. Los discursos de la época no permitían desplegar un pensamiento libre, racional, subjetivo, antidogmático.


Por eso, el francés Montaigne (y poco después un inglés, Francis Bacon) tuvo que inventar un género: el ensayo. Entre el diálogo platónico y las epístolas filosóficas, los ensayos constituyeron la forma ideal para que Montaigne pudiera lanzarse a la aventura de pensar un mundo que, entonces, crecía desmesuradamente -por las conquistas europeas de los "nuevos" continentes-, estallaba en crisis religiosas -del cisma cristiano a las guerras religiosas en Francia-, gestaba un modo de producción que barrería el insostenible andamiaje feudal: el capitalismo.

Imagen de Michel Montaigne

No fue un pedagogo. De hecho, vivió antes de que la escolaridad se generalizase. Sin embargo, en algunos pocos ensayos -como el que figura en el Libro II, capítulo 25, que reproduciremos parcialmente- reflexionó sobre la educación de los niños.

Escrito como una larga carta a la Condesa de Gurson, Montaigne sistematizó un conjunto de ideas que, en cierto sentido, constituye un programa educativo. Recupera la tradición socrática del diálogo como uno de los puntos de partida para definir su concepción pedagógica. El educador, para el autor, debe hablar menos y escuchar más a su alumno. Sólo así contribuirá a la formación de una persona crítica, curiosa, autónoma, segura de sí misma, respetuosa de la diversidad de opiniones y costumbres, libre.

La escuela, "una verdadera prisión de la juventud cautiva", debería convertirse en un espacio donde enseñar con "dulzura severa" el universo, ese libro de texto inagotable para el conocimiento humano.

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Capitulo XXV. De la educación de los hijos a la señora Diana de Foix, condesa de Gurson.

[...] Entiendo yo, señora, que la mayor y principal dificultad de la humana ciencia reside en la acertada dirección y educación de los niños, del propio modo que en la agricultura las labores que preceden a la plantación son sencillas y no tienen dificultad; mas luego que la planta ha arraigado, para que crezca hay diversidad de procedimientos, que son difíciles.

Lo propio acontece con los hombres: darles vida no es difícil, mas luego que la tienen vienen los diversos cuidados y trabajos que exigen su educación y dirección. La apariencia de sus inclinaciones es tan indecisa en la primera infancia y tan inciertas y falsas las promesas que de aquéllas pueden deducoirse, que no es viable fundamentar por ellas ningún juicio atinado. [...]

De donde resulta que por no haber elegido bien su camino, trabajase sin fruto, empleando un tiempo inútil en destinar a los niños precisamente para aquello que no han de servir. No obstante tal dificultad, precisa a mi entender encaminarlos siempre hacia las cosas mejores, de las cuales puedan sacar mayor provecho, fijándose poco en adivinaciones ni pronósticos de que sacamos consecuencias demasiado fáciles en la infancia. [...]
... yo desearía que se pusiera muy especial cuidado en encomendarle a un preceptor de mejor cabeza que provista de ciencia, y que maestro y discípulo se encaminaran más bien a la recta dirección del entendimiento y costumbres, que a la enseñanza por sí misma, y apetecería también que el maestro se condujera en su cargo de una manera nueva.

No cesa de alborotarse en nuestros oídos, como quien vertiera en un embudo, y nuestro deber no se hace consistir más que en repetir lo que se nos ha dicho; querría yo que el maestro se sirviera de otro procedimiento, y que desde luego, según el alcance espiritual del discípulo, comenzase a mostrar ante sus ojos el exterior de las cosas, haciéndoselas gustar, escoger y discernir por sí mismo, ir preparándole el camino, ya dejándole en libertad de buscarlo. Tampoco quiero que el maestro invente ni sea sólo el que hable; es necesario que oiga a su educando hablar a su vez. [...]

Debe el maestro acostumbrar al discípulo a pasar por el tamiz todas las ideas que le trasmita y hacer de modo que su cabeza no dé albergue a nada por la simple autoridad y crédito. Los principios de Aristóteles, como los de los estoicos o de los epicúreos, no deben ser para él doctrina incontrovertible; propóngasele semejante diversidad de juicios, él escogerá si puede, y si no, permanecerá en la duda pues si abraza, después de reflexionarlas, las ideas de Jenofonte y las de Platón, estas ideas no serán ya las de esos filósofos, serán las suyas; quien sigue a otro no sigue a nadie, nada encuentra, y hasta podría decirse que nada busca: que sepa darse razón a menos de lo que sabe.

Es preciso que se impregne del espíritu de los filósofos; no basta con que aprenda los preceptos de los mismos; puede olvidarse si quiere cuál fue la fuente de su enseñanza pero a condición de sabérsela apropiar. La verdad y la razón son patrimonio de todos, y ambas pertenecen por igual al que habló antes que al que habla después.

Tanto monta decir según el parecer de Platón que según el mío, pues los dos vemos y entendemos del mismo modo. Las abejas extraen el jugo de diversas flores y luego elaboran la miel, que es producto suyo, y no tomillo ni mejorana: así las nociones tomadas a otro, las transformará y modificará para con ellas ejecutar una obra que le pertenezca, formando de este modo su saber y su discernimiento. Todo el estudio y todo el trabajo no deben ir encaminados a distinta mira que a su formación.

Que sepa ocultar todo aquello de que se ha servido y exprese sólo lo que ha acertado a hacer. Los salteadores y los tramposos exhiben ostensiblemente sus fincas y las cosas que compran, y no el dinero que robaron o malamente adquirieron; tampoco veréis los honorarios secretos que recibe un empleado de la justicia, mostrará sólo los honores y bienandanzas que obtuvo para sí y para sus hijos: nadie entera a los demás de lo que recibe, cada cual deja ver solamente sus adquisiciones.

El fruto de nuestro trabajo debe consistir en transformar al alumno en mejor y más prudente. [...] Voluntariamente convertimos el entendimiento en cobarde y servil por no dejarle la libertad que le pertenece. [...]

En las relaciones que mantienen los hombres entre sí, he advertido con frecuencia que, en vez de adquirir conocimiento de los demás, no hacemos sino darle amplio de nosotros mismos, preferimos mejor soltar nuestra mercancía, que adquirirla nueva, la modestia y el silencio son cualidades útiles en la conversación. Se acostumbrará al niño a que no haga alarde de su saber cuando lo haya adquirido; a no contradecir las tonterías y patrañas que puedan decirse en su presencia, pues es descortés censurar lo que nos choca o desagrada. Conténtase con corregirse a sí mismo y no haga a los demás reproche de lo que le disgusta, ni se ponga en contradicción con las públicas costumbres. Huya de las maneras pedantescas y de la pueril ambición de querer aparecer a los ojos de los demás como más sutil de lo que es, y cual si fuera mercancía de difícil colocación no pretenda sacar partido de tales críticas y reparos. [...]

Sea inspirado su entendimiento por una curiosidad legítima que le haga informarse de togas las cosas; todo aquello que haya de curioso en derredor suyo debe verlo, ya sea un edificio, una fuente, un hombre, el sitio en que se libró una antigua batalla, el paso de César o el de Carlomagno. [...]

Este mundo dilatado, que algunos multiplican todavía como las especies dentro de su género, es el espejo en que para conocernos fielmente debemos contemplar nuestra imagen. En conclusión, mi deseo es que el universo entero sea el libro de nuestro escolar. Tal diversidad de caracteres, sectas, juicios, opiniones, costumbres y leyes, enséñanos a juzgar rectamente de los nuestros peculiares, y encamina nuestro criterio al reconocimiento de su imperfección y de su natural debilidad; este aprendizaje reviste la mayor importancia[...]

A nuestro discípulo, un gabinete, un jardín, la mesa y el lecho, la soledad, la compañía, la mañana y la tarde, todas las horas le serán favorables; los lugares todos le servirán de estudio, pues la filosofía, que como formadora del entendimiento y costumbres constituirá su principal enseñanza, goza del privilegio de mezclarse en todas las cosas. [...]

Debe presidir a la educación una dulzura severa, no como se practica generalmente; en lugar de invitar a los niños al estudio de las letras, se les brinda sólo con el horror y la crueldad. Que se alejen la violencia y la fuerza, nada hay a mi juicio que bastardee y trastorne tanto una naturaleza bien nacida. Si queréis que el niño tenga miedo a la deshonra y al castigo, no le acostumbréis a ellos, acostumbradle más bien a la fatiga y al frío, al viento, al sol, a los accidentes que le precisa menospreciar.

[...] Las mismas han sido mis ideas siendo niño, joven y viejo, en la materia de que voy hablando; mas entre otras cosas, los procedimientos que se emplean en la mayor parte de los colegios me han disgustado siempre: con mucha mayor cordura debiera emplearse la indulgencia. Los colegios son una verdadera prisión de la juventud cautiva, a la cual se convierte en relajada castigándola antes de que lo sea. Visitad un colegio a la hora de las clases, y no oiréis más que gritos de niños a quienes se martiriza; y no veréis más que maestros enloquecidos por la cólera. ¡Buenos medios de avivar el deseo de saber en almas tímidas y tiernas, el guiarlas así con el rostro feroz y el látigo en la mano! [...] ¿Cuánto mejor no sería ver la escuela sembrada de flores, que de trozos de mimbres ensangrentados? [...]

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me parece que este ensayo deja ver la naturaleza fría pero también muy sabia de Michel de Montaigne al vislumbrar el papel que desempeña la escuela como formadora de profesionales. Papel que se ha mantenido hasta nuestros días. Una formación desligada de los intereses y vivencias del educando.

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