Una de las obras
más significativas de la historia de la pedagogía, y
paradójicamente una de las menos analizadas, está constituida
por los trabajos de Antón Makarenko, quien a través
de su famoso Poema Pedagógico dejó testimonio de una
experiencia educativa única, desarrollada luego de la revolución
socialista de octubre de 1917.
Nacido en Ucrania en 1888, hijo de un obrero ferroviario, se destacó rápidamente entre los niños de su clase por su avidez de nuevos conocimientos y la velocidad con que los incorporaba. De esta manera, además de formarse en las diferentes disciplinas, el joven Antón cumplía implícitamente con el pedido paterno de demostrar lo que valía, ya que, en palabras de su padre, “las escuelas de las ciudades no estaban hechas para los obreros”.
Hacia 1904, luego de una trayectoria escolar
de excelencia, Makarenko se inscribe en un curso pedagógico
para la formación de maestros de niños pequeños,
comenzando a trabajar como maestro en la escuela primaria ferroviaria
perteneciente al suburbio de Kriukov, de la ciudad de Kremenchug,
una de los centros industriales más importantes de Ucrania.
Las diversas biografías del pedagogo soviético coinciden en que, desde sus inicios, realizaba sus tareas de educador con gran capacidad. Pero un suceso cambió para siempre su visión acerca de los procesos de enseñanza y aprendizaje. Al realizar el balance de uno de sus cursos, Makarenko calculó un puntaje de desempeño para cada alumno. La lista de 37 alumnos la cerraba un niño cuyo trabajo durante el período había sido el más pobre. Al verse ubicado en el último lugar, la decepción del pequeño fue enorme; tan grande como la conmoción de Makarenko al comprobar después que el niño estaba afectado por una fuerte tuberculosis que le impedía estudiar a la par de sus compañeros. De ahí en más, la visión de Makarenko acerca de la educación iba a tener como premisa fundamental la necesidad de comprender las características individuales de cada sujeto.
Luego de la revolución de Octubre, y debido a su reconocida trayectoria como pedagogo innovador, en 1920 se le ofrece a Makarenko la dirección de una colonia para delincuentes juveniles, quien acepta de inmediato el cargo. El estado de abandono en que se encontraba el lugar y el comportamiento de los primeros colonos, que ignoraban sistemáticamente a los maestros, provocó en Makarenko la necesidad de encontrar fórmulas pedagógicas que comprometieran a los jóvenes con los intereses colectivos y con su propia vida. De esta necesidad surgiría la innovación pedagógica que distinguiría a Makarenko dentro de los pedagogos más importantes de la historia, en un contexto sociohistórico absolutamente diferente ya que tenía como objetivo la construcción de una nueva sociedad fundada en nuevas relaciones sociales.
La matriz básica de esta nueva pedagogía emanó de la interpretación de un suceso violento que involucró al mismo Makarenko y a uno de los jóvenes colonos. Ante la negativa del joven a cumplir con una directiva suya, Makarenko abofeteó fuertemente al joven hasta derribarlo. Esta suerte de salida compulsiva de sus emociones provocó en los jóvenes colonos una reacción inesperada: dejaron de ignorar y de ser indiferentes a sus maestros y a su propia vida. La salida violenta de Makarenko, en definitiva, les mostró la humanidad del pedagogo que de algún modo les devolvió la humanidad a ellos. Si bien los jóvenes cedieron debido a una derrota en el terreno de la fuerza física, el hecho constituyó un avance que debía afianzarse mediante nuevos métodos educativos.
La clave para Makarenko estaba en hacer que todos los habitantes de
la colonia fueran responsables de su mantenimiento y desarrollo, tanto
de la colonia como de ellos mismos. Es que en realidad, la colonia
para Makarenko no era una suma de personas sino un nuevo complejo
social: la colectividad, sostenida en la noción de lo nuestro
por encima de lo mío. De ahí que, para el pedagogo ucraniano,
“no bastaba corregir a una persona. Era preciso educarla de
un nuevo modo, no sólo para hacer de ella un miembro inofensivo
y seguro de la sociedad, sino para convertirla en un elemento activo
de la nueva época”.
Precisamente, la organización de la colectividad impedía que cualquier sujeto, por más capacidad que tuviera, se pusiera por encima de los intereses colectivos. Para 1925 la Colonia Gorki, como pasó a denominársela en homenaje al gran escritor ruso con quien Makarenko mantenía un intercambio epistolar regular, había alcanzado una próspera situación económica y pedagógica. Estudio y trabajo se combinaban de manera perfecta con el fin de evitar que el principio pedagógico que guiaba la vida colectiva se detuviera: el establecimiento de un objetivo, de una nueva perspectiva, que mantuviera en movimiento constante al colectivo.
Al poco tiempo, los habitantes de la Colonia Gorki se propusieron trasladarse a Kuriazh para hacerse cargo de un establecimiento juvenil con más de 200 niños que vivían en condiciones muy pobres. Que la colectividad se planteara este nuevo objetivo, bastaba por sí solo para demostrar el éxito que había alcanzado el trabajo de Makarenko. Aquellos jóvenes delincuentes con los que él se había topado años atrás, se habían transformado en educadores conscientes de la necesidad de un cambio social y de convertirse en actores del mismo.
La rica experiencia del trabajo de Makarenko junto a sus compañeros y los jóvenes habitantes de la colonia, quedó plasmada en la mencionada al principio, Poema Pedagógico. Publicado en el año 1935, el autor tardó más de diez años en escribirlo. Allí describe con gran minuciosidad la vida en la colonia Gorki, hasta el punto de no dejar de mencionar aquello que para él había sido un fracaso: el suicidio de unos de los jóvenes. Posteriormente, en 1938 escribe Banderas en las Torres, donde describe los fundamentos de la educación socialista a partir de los que fue su propia experiencia. Anteriormente, ya había publicado con la ayuda de su esposa Libro para los Padres donde desarrolla una serie de recomendaciones acerca de las características que debería tener la educación de los hijos.
La relación entre la obra de Makarenko y su utilización por parte del régimen stalinista provocó una serie de críticas hacia el maestro ucaraniano y su pedagogía. Sin intenciones de clausurar el debate y la discusión sobre ambas cuestiones, y sobre su responsabilidad política y educativa por la utilización que hacía la burocracia soviética de sus métodos, aquellos interesados en buscar nuevas herramientas de enseñanza que colaboren en la transformación social tienen la obligación de separar las potencialidades revolucionarias allí inscriptas de los usos aberrantes que de ella se hicieron.
A continuación,
reproducimos un fragmento de Poema Pedagógico
El fruto principal que yo obtenía de mis lecturas era una firme y honda convicción de que no poseía ninguna ciencia ni ninguna teoría, de que era preciso deducir la teoría de todo el conjunto de fenómenos reales que transcurrían ante mis ojos. Al principio, yo ni siquiera lo comprendía, pero veía, simplemente, que no necesitaba fórmulas librescas, que de todas suertes, no podría aplicar a mi trabajo, sino un análisis inmediato y una acción también inmediata.Si te interesa este autor aquí puedes consultar su obra Poema Pedagógico.
Con todo mi ser sentía que debía apresurarme, que era imposible esperar ni un solo día más. La colonia estaba adquiriendo crecientemente el carácter de una cueva de bandidos. En la actitud de los educandos frente a los educadores se incrementaba más y más el tono permanente de burla y de granujería. Ya habían empezado a referir anécdotas escabrosas en presencia de las educadoras, exigían groseramente la comida, arrojaban los platos por el aire, jugaban de manera ostensible con sus navajas y, chanceándose, inquirían los bienes que poseía cada uno.
-Siempre puede ser útil... ¡en un momento de apuro!
Se negaban resueltamente a cortar leña para las estufas y un día destrozaron, en presencia de Kalina Ivánovich, el tejado de madera del cobertizo. Lo hicieron entre risas y bromas:
-¡Para lo que vamos a vivir aquí nos basta!
Kalina Ivánovich desprendía millones de chispas de su pipa y hacia gestos de desesperación:
-¿Qué vas a decirles a esos parásitos? ¡Gomosos indecentes! ¿Y de dónde habrán sacado que se puede destrozar las dependencias? Por una cosa así habría que meter en la cárcel a sus padres. ¡Parásitos!
Y sucedió que no pude mantenerme más tiempo en la cuerda pedagógica.
Una mañana de invierno pedí a Zadórov que cortase leña para la cocina. Y escuché la habitual contestación descarada y alegre:
-¡Ve a cortarla tú mismo: sois muchos aquí!
Era la primera vez que me tuteaban.
Colérico y ofendido, llevado a la desesperación y al frenesí por todos los meses precedentes, me lancé sobre Zadórov y le abofeteé. Le abofeteé con tanta fuerza, que vaciló y fue a caer contra la estufa. Le golpeé por segunda vez y, agarrándole por el cuello y levantándole, le pegué una vez más.
De pronto, vi que se había asustado terriblemente. Pálido, temblándole las manos, se puso precipitadamente la gorra, después se la quitó y luego volvió a ponérsela. Y probablemente yo hubiera seguido golpeándole, pero el muchacho, gimiendo, balbuceó:
-Perdóneme, Antón Semiónovich.
Mi ira era tan frenética y tan incontenible, que yo me daba cuenta de que, si alguien decía una sola palabra contra mí, me arrojaría sobre todos para matar, para exterminar a aquel tropel de bandidos. En mis manos apareció un atizador de hierro. Los cinco educandos permanecían inmóviles junto a sus camas. Burún se arreglaba precipitadamente algo en el traje.
Me volví a ellos y les conminé, golpeando con el atizador el respaldo de una cama:
-O vais todos inmediatamente al bosque a trabajar o ahora mismo os marcháis fuera de la colonia con mil demonios.
Y salí del dormitorio.
En el cobertizo donde guardábamos las herramientas empuñé un hacha y contemplé, ceñudo, cómo los educandos se repartían las hachas y los serruchos. Por mi no pasó la idea de que era mejor no ir al bosque aquel día, no poner las hachas en manos de los educandos, pero ya era tarde: se habían repartido todas las herramientas. Daba igual. Yo me sentía dispuesto a todo: había resuelto no entregar gratuitamente mi vida. Además, tenía el revólver en el bolsillo.
Nos fuimos al bosque. Kalina Ivánovich me dio alcance y, terriblemente agitado, susurró:
-¿Qué pasa? Dime, por favor: ¿cómo están hoy tan amables?
Yo contemplé distraído los ojos azules del Pan y respondí:
-Mal van las cosas, hermano... Por primera vez en mi vida he pegado a un hombre.
-Pero, ¿qué has hecho? -se sorprendió Kalina Ivánovich-. ¿Y si se quejan?
-Eso es lo de menos...
Para mi asombro, todo transcurrió bien. Estuve trabajando con los muchachos hasta la hora de comer. Cortábamos pinos torcidos. En general, los muchachos parecían sombríos, pero el aire puro y helado, el hermoso bosque, que ornaban enormes caperuzas de nieve, la amistosa colaboración del hacha y el serrucho hicieron su obra.
En un alto, fumamos confusos de mi reserva de majorka*(*Tabaco ordinario (N. de la Edit.)), y Zadórov, echando humo hacia las copas de los pinos, lanzó de repente una carcajada:
-¡Menudo! ¡Ja, ja, ja, ja!
Era agradable ver su rostro sonrosado, que agita risa, y yo no pude dejar de sonreír:
-¿A qué te refieres? ¿Al trabajo?
-También al trabajo, pero ¡hay que ver cómo me ha zumbado usted!
Era natural que Zadórov, un mocetón robusto y grandote, se riese. Yo mismo me sorprendía de haberme atrevido a tocar a tal gigante.
Lanzó otra carcajada, y, sin dejar de reírse, empuñó el hacha y se fue hacía un árbol.
-¡Vaya una historia! ¡Ja, ja, ja, ja!
Almorzamos juntos con apetito, bromeando, pero no aludimos más al suceso de la mañana. Yo, sin embargo, me sentía violento, aunque estaba dispuesto a no bajar tono y seguí dando órdenes con la misma firmeza después de la comida. Vólojov sonreía, pero Zadórov se aproximó a mí con una expresión de lo más seria:
-¡No somos tan malos, Antón Semiónovich! Todo saldrá bien; Nosotros comprendemos...
Via Mundo Docente
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