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23 oct 2009

John Dewey. La escuela, entre la reforma y la reproducción social


El dilema de John Dewey


¿Puede contribuir la escuela, a la transformación radical de la sociedad o sólo es una institución conservadora que refuerza, reproduce y legitima las desigualdades sociales? La cuestión resume una de las preocupaciones clave del filósofo estadounidense John Dewey (1859-1952).

John Dewey

En 1896, sobre la base de una teoría educativa que buscaba democratizar la vida escolar, reincorporar la experiencia a los temas de estudio y transformar a docentes y estudiantes en protagonistas activos de la educación, Dewey funda, con el apoyo de la Universidad de Chicago, una escuela experimental que comenzó con 16 alumnos y 2 maestros, pero que, en menos de una década, contaría con 140 alumnos, 23 maestros y 10 asistentes.

El núcleo del programa implementado en la escuela de Dewey se basaba en la idea de que los aprendizajes de un niño y de un adulto tienen una naturaleza en común. Ambos aprenden a partir de enfrentar situaciones problemáticas que desafían sus saberes y les exigen otros nuevos a fin de encontrar una resolución. "Cuando el niño entiende la razón por la que ha de adquirir conocimiento -sostiene Dewey- tendrá gran interés en adquirirlo".

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En este sentido, las clases en la escuela se estructuraban a partir de un tipo de trabajo similar al que, en la vida social, desarrollarán los estudiantes. Por ejemplo, los niños de 4 años hacían labores de cocina, costura y carpintería, actividades que no sólo culminaban en una producción concreta sino que, en su desarrollo, ponían en juego saberes de matemática, química, física, entre otras disciplinas escolares. A los 10 años, en historia por ejemplo, contruían una copia de una habitación típica de la época de los pioneros; a los 13, al resolver la creación de un club de debates, docentes y estudiantes se dedicaban a levantar una sala para tal fin.
Los trabajos propuestos presentaban problemas cuya resolución dependía del aprendizaje de conocimientos teóricos y prácticos de la ciencia, la historia o el arte.

La teoría y la experiencia de Dewey se enfrentaban a dos posiciones de la época, una hegemónica y otra, marginal. Por un lado, la visión conservadora enciclopedista que dominaba el sistema educativo estadounidense y cuyo punto de partida es la idea de que los conocimientos históricamente construidos deben enseñarse independientemente del interés de los alumnos. En otras palabras, desde esta perspectiva la educación estaría centrada en los contenidos a enseñar y en el docente como experto. Por el otro, la visión de los progresistas románticos quienes sostenían que la escuela debía basarse en los intereses de los niños.

Dewey fue asimilado con frecuencia a este último grupo, sobre todo por sus detractores conservadores. No obstante, él se encargó de polemizar con ambas tendencias: a los primeros, contraponía su concepción radical de una vida escolar democrática que tuviera a maestros y docentes como protagonistas y no como meros espectadores; a los segundos, les criticaba que se ajustaran a los intereses naturales del niño y, de ese modo, abandonaran la tarea cultural de trabajar sobre los saberes producidos por la humanidad.

John Dewey incluso debatió con una variante de estos últimos, los progresistas administrativos, aquellos que abogaban por programas de educación profesional que insertaran a los estudiantes en el mundo del trabajo. A estos, el filósofo los acusaba de pretender que la escuela se convirtiera en un medio aún más eficaz de reproducción de las desigualdades sociales, al preparar a cada uno, no según sus posibilidades o necesidades, sino según su condición social más o menos favorecida.
Para Dewey, el desafío estaba en trabajar como Alicia en el país de las maravillas, esto es, "el maestro tiene que pasar con los niños detrás del espejo y ver con las lentes de la imaginación todas las cosas, sin salir de los límites de su experiencia; pero, en caso de necesidad, tiene que poder recuperar su visión corregida y proporcionar con el punto de vista realista del adulto, la orientación del saber y los instrumentos del método".

En resumen, la escuela de Dewey trabajaba en forma democrática, sobre situaciones problemáticas y ocupaciones del mundo real, a partir de las cuales se viviera la necesidad de acudir al conocimiento sistematizado y formal producido por la humanidad. Tal escuela formaría no sólo sujetos con conocimiento teórico y práctico sino, sobre todo, seres autónomos, cooperativos y transformadores de la sociedad. Para el filósofo, las escuelas debían ser "avanzadas de una civilización humanista", "agentes de reforma social".

La experiencia de Dewey duró poco. Y eso sirvió como fundamento para sus adversarios quienes criticaban su teoría y lo hacían responsable del fracaso educativo del sistema estadounidense, como si sus propuestas hubieran avanzado más allá de su escuela experimental y algunos pocos seguidores.

Con todo, su escuela era experimental en más de un sentido. Los alumnos eran hijos de profesionales y los docentes formaban parte de un núcleo avanzado. Pero, además, las ocupaciones que se proponían a los alumnos estaban situadas en un contexto cooperativo, es decir, fuera de las relaciones sociales en las que, en el mundo real, están insertas.

Después de la guerra, incluso después de conocer las reformas implementadas en Japón, Turquía, la entonces Unión Soviética y China, Dewey revisaría no tanto su teoría como su particular concepción de la escuela. Lejos de concebirla como una institución cuya función fuera la reconstrucción radical de la sociedad, el autor de "Educación y democracia" comenzaba a pensar que tal transformación no resultaba posible en tanto que la escuela está integrada a las estructuras de poder vigentes y, en consecuencia, constituye un instrumento de reproducción de la sociedad de clases del capitalismo industrial.

En esa tensión entre la reproducción y la transformación se debatía la escuela de Dewey y por supuesto, la escuela actual.

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