“Hay que tener mucho cuidado con los niños”, con esta advertencia José Saramago (Portugal, 1922) concluye el primer párrafo de este cuento. La advertencia no tiene que ver, señala el autor, con la atención que debe prestárseles a los niños para evitar que se lastimen o sufran accidentes. Más bien, está relacionada con algo más “minucioso y sutil”, precisamente aquello de lo que careció una maestra con una exagerada voluntad evaluadora.
José Saramago es una de las figuras más reconocidas de la literatura contemporánea. Debido al origen humilde de su familia, tuvo que abandonar sus estudios en una escuela técnica ya que sus padres no podían pagarla. Sus primeros contactos con los libros de texto marcaron para siempre un profundo amor por la lectura. Su primera novela la publicó en 1940, pero tuvo escasa repercusión pública. A partir de ese momento, y hasta la caída de la dictadura que gobernaba Portugal, Saramago abandonó la actividad literaria porque “no tenía mucho que decir, y cuando uno no tiene nada que decir lo mejor es callar”.
Ya de regreso a la literatura, en 1977 publicó la novela Manual de Pintura y Caligrafía. Si bien obtuvo el reconocimiento del público y la crítica, fue con Alzado del suelo (1980) donde Saramago logró expresar, por primera vez, ese estilo casi poético que lo caracteriza. A partir de este momento, su producción literaria fue muy intensa, aunque la fama mundial llegaría como resultado de la polémica que suscitó la publicación de El evangelio según Jesucristo (1991), que motivó que el gobierno portugués se opusiera a su presentación al Premio Literario Europeo. Por esta razón, Saramago abandonó Portugal y destinó su tiempo a concluir una de sus obras más notables: Ensayo sobre la ceguera (1995). En 1998 recibió el Premio Nóbel de Literatura (1998), convirtiéndose en el primer escritor de habla portuguesa en obtener ese galardón.
A continuación, reproducimos un fragmento de su cuento “La nieve negra”.
“… Tenemos prisa por verlos crecer, por admitirlos en el clan de los adultos sin sorpresas. Nos mostramos impacientes, nerviosos porque estamos ante una especie desconocida. Cuando ya son nuestros iguales, les hablamos de la infancia que tuvieron (la que recordamos como observadores del lado de afuera) y nos sentimos casi ofendidos porque a ellos no les gusta nada que se les recuerde una situación en la que no se reconocen ya. Ahora son adultos: es decir, otra especie humana.
En esa infancia está, por ejemplo, la historia que voy a contar y que debo a uno de esos encuentros casuales. Y después de reproducirla aquí, me dirán si no tengo razones para insistir: hay que tener mucho cuidado con los niños. No el cuidado común, el que tiende a prevenir accidentes, esos que bajo tal rúbrica aparecen en las noticias de los periódicos, sino otro tipo de cuidado, mas minucioso y sutil. Me explicaré.
Una maestra mandó un día a sus alumnos que hicieran una composición plástica sobre la Navidad. No lo dijo así, claro. Dijo, más o menos, una frase como esta: “Haced un dibujo sobre la Navidad. Podéis usar lápices de colores, o acuarelas, o papel satinado, lo que prefiráis. Y me lo traéis el lunes. ” Que lo dijera así o no, es igual, el caso es que los alumnos llevaron el trabajo. Aparecía allí todo cuanto suele aparecer en estos casos: el pesebre, los Reyes Magos, los pastores, San José, la Virgen y el Niño. Mal hechos, bien hechos, toscos o hábiles, los dibujos cayeron el lunes sobre la mesa de la maestra.
Allí mismo, ella los vio y los calificó. Iba marcando “bien”; “mal”, “suficiente”, en fin, el trance por el que todos hemos pasado. De repente, ¡ah, hay que tener mucho cuidado con los niños! La maestra coge un dibujo, un dibujo que no es ni mejor ni peor que los demás. Pero ella tiene los ojos clavados en el papel, y está desconcertada: el dibujo muestra el inevitable pesebre, la vaca y el burrito, y toda la demás figuración sobre el caso. Sobre esta escena sin misterio cae la nieve, y esa nieve es negra ¿Por qué?
“¿Por qué?”, pregunta la maestra en voz alta al niño. El chiquillo no responde. Mas nerviosa quizás de lo que aparenta, la maestra insiste. Hay en el aula crueles murmullos y sonrisas de rigor en estas situaciones. El niño está de pie, muy serio, algo tembloroso. Y, al fin responde: “Puse la nieve negra porque esta Navidad murió mi madre”.
Dentro de un mes llegaremos a la luna. Pero ¿cuándo y como llegaremos al espíritu de un niño que pinta la nieve negra porque murió su madre?
Fuente: Saramago, J. “La nieve negra” en El equipaje del viajero, Alfaguara, 1999.
A continuación, reproducimos un fragmento de su cuento “La nieve negra”.
“… Tenemos prisa por verlos crecer, por admitirlos en el clan de los adultos sin sorpresas. Nos mostramos impacientes, nerviosos porque estamos ante una especie desconocida. Cuando ya son nuestros iguales, les hablamos de la infancia que tuvieron (la que recordamos como observadores del lado de afuera) y nos sentimos casi ofendidos porque a ellos no les gusta nada que se les recuerde una situación en la que no se reconocen ya. Ahora son adultos: es decir, otra especie humana.
En esa infancia está, por ejemplo, la historia que voy a contar y que debo a uno de esos encuentros casuales. Y después de reproducirla aquí, me dirán si no tengo razones para insistir: hay que tener mucho cuidado con los niños. No el cuidado común, el que tiende a prevenir accidentes, esos que bajo tal rúbrica aparecen en las noticias de los periódicos, sino otro tipo de cuidado, mas minucioso y sutil. Me explicaré.
Una maestra mandó un día a sus alumnos que hicieran una composición plástica sobre la Navidad. No lo dijo así, claro. Dijo, más o menos, una frase como esta: “Haced un dibujo sobre la Navidad. Podéis usar lápices de colores, o acuarelas, o papel satinado, lo que prefiráis. Y me lo traéis el lunes. ” Que lo dijera así o no, es igual, el caso es que los alumnos llevaron el trabajo. Aparecía allí todo cuanto suele aparecer en estos casos: el pesebre, los Reyes Magos, los pastores, San José, la Virgen y el Niño. Mal hechos, bien hechos, toscos o hábiles, los dibujos cayeron el lunes sobre la mesa de la maestra.
Allí mismo, ella los vio y los calificó. Iba marcando “bien”; “mal”, “suficiente”, en fin, el trance por el que todos hemos pasado. De repente, ¡ah, hay que tener mucho cuidado con los niños! La maestra coge un dibujo, un dibujo que no es ni mejor ni peor que los demás. Pero ella tiene los ojos clavados en el papel, y está desconcertada: el dibujo muestra el inevitable pesebre, la vaca y el burrito, y toda la demás figuración sobre el caso. Sobre esta escena sin misterio cae la nieve, y esa nieve es negra ¿Por qué?
“¿Por qué?”, pregunta la maestra en voz alta al niño. El chiquillo no responde. Mas nerviosa quizás de lo que aparenta, la maestra insiste. Hay en el aula crueles murmullos y sonrisas de rigor en estas situaciones. El niño está de pie, muy serio, algo tembloroso. Y, al fin responde: “Puse la nieve negra porque esta Navidad murió mi madre”.
Dentro de un mes llegaremos a la luna. Pero ¿cuándo y como llegaremos al espíritu de un niño que pinta la nieve negra porque murió su madre?
Fuente: Saramago, J. “La nieve negra” en El equipaje del viajero, Alfaguara, 1999.
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