En Paulo Freire (1921-1997) hay una persistencia: transformar la “cultura de silencio” a la que fueron sometidas las clases populares –expropiadas también de su voz genuina y profunda- en una cultura de la palabra.
Tal persistencia recorre sus primeras experiencias en Brasil en el marco del Movimiento de Cultura Popular.
Allí fue donde implementó un método de alfabetización que partía de aquellas palabras más ligadas a las experiencias de la cultura popular y, al mismo tiempo, más ricas en su estructura silábica. Con imágenes visuales (diapositivas que complementaban los conceptos) y el estímulo de los coordinadores de los centros alfabetizadores que entablaban un diálogo en el que todos eran igualmente educadores y educandos, el método Freire no sólo obtuvo un éxito en Brasil sino que, además, comenzaría a ser reconocido y llevado a la práctica en diversos países.
Sobre todo, cuando a partir de la dictadura brasileña de 1964, Paulo Freire debió emigrar a Bolivia, de donde partiría rápidamente al producirse un golpe de Estado; a Chile, donde desarrollaría su experiencia educativa con campesinos; a Estados Unidos, en una breve estancia Ginebra, donde fundó el Instituto de Acción Cultural para ofrecer servicios de educación a países del tercer mundo; a Guinea, Mozambique, Angola, entre otros países, donde llevó su compromiso con los oprimidos y desplegó una intensa labor como asesor y coordinador de proyectos alfabetizadores.
Hablamos de una persistencia. En el pensamiento de Freire hay también una tensión, una contradicción que no pudo resolver ni en su primera experiencia ni en la última, veinticinco años después, en su país natal. Nos referimos al conflicto que se produjo cada vez que Freire intentó desarrollar su proyecto de educación popular desde el aparato estatal.
El pedagogo nordestino siempre comprendió que su proyecto de educación popular iba a resultar –más temprano que tarde- revulsivo para el poder y para los poderosos. Esto se fue haciendo más claro –incluso para el propio Freire- a partir del desarrollo de su pensamiento educativo.
Entre “La educación como práctica de la libertad”, su primer libro, y “Pedagogía del oprimido”, si bien se mantienen constantes, son las variaciones las que denotan los cambios en su perspectiva. De una obra a otra lo que se revela es una mayor radicalidad: las citas de Ortega y Gasset o de Max Scheler, son reemplazadas por referencias a Marx, Lenin, Mao, Marcuse. Ya no se trata sólo de romper con la cultura del silencio sino más bien de crear las condiciones para una pedagogía revolucionaria. Como lo expresaría el autor: “Ya deben saber que he adoptado una decisión . Mi causa es la de los parias de la tierra. Deben saber que he optado por la revolución.”
Un proyecto educativo de esta naturaleza –se entiende- no resulta sencillo para digerir por parte de un Estado capitalista. Y ni siquiera si el gobierno está en manos de una coalición como la del Partido de los Trabajadores –del que nordestino fue uno de sus fundadores allá por los años ochenta-, tal como se demostró con la efímera gestión de Freire como secretario de educación de San Pablo, bajo el gobierno de Luiza Erudina de Sousa.
Un proyecto de concientización –como praxis revolucionaria- necesariamente tropieza con una estructura económica que en Brasil, desde los años de la dictadura e incluso en el período democrático, se mantiene inalterable. En otras palabras, ¿cómo recuperar la palabra y el poder de los oprimidos si el funcionamiento social está gobernado por quienes más interés tienen en condenarlos al eterno silencio?
Una pregunta que no se responde meramente desde la pedagogía sino desde la política, aunque ambas –pedagogía y política- pongan en escena la cuestión del poder.
Tal persistencia recorre sus primeras experiencias en Brasil en el marco del Movimiento de Cultura Popular.
Allí fue donde implementó un método de alfabetización que partía de aquellas palabras más ligadas a las experiencias de la cultura popular y, al mismo tiempo, más ricas en su estructura silábica. Con imágenes visuales (diapositivas que complementaban los conceptos) y el estímulo de los coordinadores de los centros alfabetizadores que entablaban un diálogo en el que todos eran igualmente educadores y educandos, el método Freire no sólo obtuvo un éxito en Brasil sino que, además, comenzaría a ser reconocido y llevado a la práctica en diversos países.
Sobre todo, cuando a partir de la dictadura brasileña de 1964, Paulo Freire debió emigrar a Bolivia, de donde partiría rápidamente al producirse un golpe de Estado; a Chile, donde desarrollaría su experiencia educativa con campesinos; a Estados Unidos, en una breve estancia Ginebra, donde fundó el Instituto de Acción Cultural para ofrecer servicios de educación a países del tercer mundo; a Guinea, Mozambique, Angola, entre otros países, donde llevó su compromiso con los oprimidos y desplegó una intensa labor como asesor y coordinador de proyectos alfabetizadores.
Hablamos de una persistencia. En el pensamiento de Freire hay también una tensión, una contradicción que no pudo resolver ni en su primera experiencia ni en la última, veinticinco años después, en su país natal. Nos referimos al conflicto que se produjo cada vez que Freire intentó desarrollar su proyecto de educación popular desde el aparato estatal.
El pedagogo nordestino siempre comprendió que su proyecto de educación popular iba a resultar –más temprano que tarde- revulsivo para el poder y para los poderosos. Esto se fue haciendo más claro –incluso para el propio Freire- a partir del desarrollo de su pensamiento educativo.
Entre “La educación como práctica de la libertad”, su primer libro, y “Pedagogía del oprimido”, si bien se mantienen constantes, son las variaciones las que denotan los cambios en su perspectiva. De una obra a otra lo que se revela es una mayor radicalidad: las citas de Ortega y Gasset o de Max Scheler, son reemplazadas por referencias a Marx, Lenin, Mao, Marcuse. Ya no se trata sólo de romper con la cultura del silencio sino más bien de crear las condiciones para una pedagogía revolucionaria. Como lo expresaría el autor: “Ya deben saber que he adoptado una decisión . Mi causa es la de los parias de la tierra. Deben saber que he optado por la revolución.”
Un proyecto educativo de esta naturaleza –se entiende- no resulta sencillo para digerir por parte de un Estado capitalista. Y ni siquiera si el gobierno está en manos de una coalición como la del Partido de los Trabajadores –del que nordestino fue uno de sus fundadores allá por los años ochenta-, tal como se demostró con la efímera gestión de Freire como secretario de educación de San Pablo, bajo el gobierno de Luiza Erudina de Sousa.
Un proyecto de concientización –como praxis revolucionaria- necesariamente tropieza con una estructura económica que en Brasil, desde los años de la dictadura e incluso en el período democrático, se mantiene inalterable. En otras palabras, ¿cómo recuperar la palabra y el poder de los oprimidos si el funcionamiento social está gobernado por quienes más interés tienen en condenarlos al eterno silencio?
Una pregunta que no se responde meramente desde la pedagogía sino desde la política, aunque ambas –pedagogía y política- pongan en escena la cuestión del poder.
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