Imaginas, una escuela en la que los alumnos eligieran libremente, si quieren asistir a clase, donde las normas se decidieran en asambleas, donde el voto de un niño, valiera igual que el de un adulto, una escuela sin examenes y que buscara la felicidad y la realización del niño, ¿piensas que funcionaria, un proyecto así?
Bien, pués esa escuela existe, y claro que funciona, se llama Summerhill, el siguiente articulo nos cuenta la historia de esta escuela, pionera dentro del movimiento de las Escuelas democráticas y de su creador. Espero que os resulte interesante.
Más allá de haberse constituido en una de las experiencias más ricas de la pedagogía libertaria, Summerhill fue -y de algún modo lo sigue siendo- una idea o, si se quiere, una propuesta de transformar las escuelas en espacios para construir autonomía, autogobierno, libertad, creación, iniciativa, relaciones sociales basadas en la comprensión, el respeto y el amor.
La propuesta
En 1921, Neill funda en Leiston, un pueblo distante de Londres, una escuela experimental, en la que los niños y las niñas vivían en plena libertad y aprendían, centralmente, a autogobernarse. En Summerhill no había clases obligatorias. Los estudiantes decidían en qué momento ingresar al aula. Por lo general, lo hacían al poco tiempo de ingresar, aunque Neill observaba que, según el tipo de educación de la que provenían, la resolución podía demorarse como sucedió con una alumna procedente de un convento que estuvo tres años sin entrar en la clase. Una vez que resolvían participar de la actividad, el curso regulaba el hecho de que no faltara o llegara tarde porque tal actitud conspiraba contra el funcionamiento colectivo. No había horarios fijos para los trabajos manuales que se desarrollaban a la tarde, después de las clases. Allí los niños y niñas aprendían a desarrollar todas sus iniciativas y a organizar su tiempo.
Frente a la cultura "libresca", Neill y sus maestros propugnaban por talleres de teatro, de juegos, actividades deportivas y artísticas que cada estudiante elegía en función de sus intereses.
Tampoco había exámenes finales, salvo que los alumnos estuvieran interesados en continuar sus estudios universitarios. Y la autoridad escolar no estaba en manos de sus directivos o maestros sino que surgía de las asambleas generales de los sábados, cuando se reunía la comunidad escolar para discutir y resolver sobre todas las cuestiones atinentes a la vida escolar. El voto de un alumno era equivalente al de un adulto.
Las críticas
Una escuela con estas características, frente la rígida tradición escolar británica, produjo no sólo rechazos sino denuncias de todo tipo. Si bien los intentos por cerrarla fracasaron y hasta se esfumaron presentaciones judiciales contra su fundador, lo cierto es que la sola existencia de Summerhill enjuiciaba el rol disciplinador de las instituciones escolares.
La critica era fácil hasta por el simple hecho de que, al entrar en Summerhill, uno respiraba un aire liberador pero también observaba una escuela víctima de los estragos que los alumnos hacían en las paredes y mobiliarios. "Si un niño necesita un pedazo de metal -confesaba Neill- tomará uno de mis costosos utensilios si es del tamaño que le hace falta".
Los inspectores realizaban voluminosos informes en los que acusaban la ausencia de personal directivo o la falta de contenidos específicos para la formación de los estudiantes. Pero, al mismo tiempo, reconocían la alegría de los niños y niñas, su capacidad creativa, su curiosidad por aprender otras cosas y su creciente autonomía.
Con todo, las críticas a Neill no sólo provenían de los sectores conservadores. No pocos intelectuales observaron que entre la vida escolar y fuera de la escuela existía un abismo casi insalvable. El mundo que les esperaba a sus egresados no se parecía en nada al espacio democrático y autorregulado de Summerhill. Por tanto, estarían condenados a enfrentar la vida real de las instituciones con sus horarios fijos, exigencias del mercado laboral, falta de solidaridad, etc. Otras críticas apuntaban al origen social -privilegiado- de los alumnos que asistían a una escuela arancelada.
En todo caso, atendiendo a algunas de estas observaciones, se reconocen las contradicciones de un proyecto que se inscribe en un sistema social que se organiza desde una lógica diferente. En tal sentido, el futuro de Summerhill no está tanto en las escuelas que recuperen sus planteos sino más bien en la propuesta de desnaturalizar la vida escolar (¿por qué horarios fijos, lecturas obligatorias, sentarse en un pupitre, exámenes finales, etc.?) para pensar -seguir pensando- en una escuela que forme para la libertad y la solidaridad.
Para conocer un poco más sobre el pensamiento de Alexander S. Neill, transcribimos un fragmento de "Hablando sobre Summerhill" -tomado de Universidad abierta, donde Neill responde a las preguntas que más habitualmente le han hecho sobre su proyecto educativo.
Hablando sobre Summerhill
A. S. Neill.
He escrito tantos libros sobre educación que posiblemente ya no encuentre nada nuevo que añadir. Leer los libros que uno mismo escribe es muy penoso, y es por eso que yo no suelo releer los míos; así que tal vez en las páginas que siguen me repita con frecuencia. Aunque no creo que esto importe mucho, pues el lector olvida pronto lo que lee. Pero el motivo de este libro es, sin embargo, muy claro: deseo responder a los cientos de preguntas que tantos visitantes me han formulado. Y la primera cuestión que encabeza la lista es la siguiente:
¿Por qué el niño ha de hacer solamente las cosas que le gustan? ¿Por qué, si la vida le exigirá mas tarde miles de deberes desagradadables?
La respuesta a esta pregunta requeriría un libro muy grueso. Diremos, sin embargo, que ser niño no es lo mismo que ser adulto; infancia quiere decir deseos de jugar y ningún niño juega lo que debería jugar, es decir, bastante. En Summerhill pensamos que sólo cuando un niño ha jugado lo suficiente puede empezar a trabajar y a encarar problemas; lo cual ha sido corroborado por nuestros ex pupilos, perfectamente capaces de efectuar un trabajo que reúna muchas dificultades.
Y como tengo para mí que casi todas las personas aborrecen sus trabajos, suelo preguntar a la gente: "Si usted ganara una fortuna, ¿conservaría su empleo?" Artistas, médicos, algunos maestros, músicos, granjeros, contestan que si; pero muchos responden negativamente, entre ellos los campesinos, dependientes, oficinistas, mecánicos, choferes, todos los que son, en fin, piezas de engranaje de un aparato de trabajo y que no pueden ver el producto completo de su esfuerzo. Es obvio, pues, que la mayor parte de los empleos carecen de auténtico interés, y a los jóvenes especialmente les disgustan. Al respecto hace cincuenta años que William Osler dijo que un hombre ya es viejo a los cuarenta. Y yo digo que a esa edad es todavía joven, pues he observado que los hombres que en mi plantilla aceptan un trabajo pesado -como transportar ladrillos- suelen ser los que ya han sobrepasado los cuarenta. También los he tenido -son las excepciones- más jóvenes; pero los que estaban por debajo de los cuarenta, sólo hubieran hecho ese trabajo si les hubiera sido ordenado. En general, el trabajo es una pesadez odiosa, y la pronta automatización va a librar a muchas personas de su monotonía; pero entonces el problema de paz se plantea de este modo: ¿Cómo la futura sociedad modelada, estandarizada podrá sobrevivir bajo la automatización?
El hogar y la escuela, ahogan la libertad, la iniciativa, la creatividad; ambas -hogar y escuela- enseñan al joven cómo pensar y vivir; para lo que le cargan con un bagaje de tabúes. Mucho me temo, pues, que cuando el ocio sea la norma general en nuestra sociedad, los obreros -y por eso mismo, los patronos- serán incapaces de utilizar tal ocio. La prueba de ello está en la comprobación de lo que sucede actualmente: el ocio de que poco a poco el hombre va gozando está empleado en juegos de mesa, en música pop, en mirar a una pantalla de televisión, o a un grupo de individuos que dan patadas a un balón; ocupaciones todas ellas que ni en lo más mínimo tienen algo de creativas o culturales.
Pero en este punto, uno ha de estar alerta, porque ¿qué es cultura? Para ustedes, para mí eso puede ser poesía, música, teatro; pero para el joven es algo muy diferente. Mis discípulos disfrutan tanto oyendo un disco de los Beatles como yo con mi ópera favorita, "Die Meistersinger"; pero en cambio no resisten la lectura de los libros que yo leía en mi juventud..., Conan Doyle, Anthony Hope, Kipling, por ejemplo, y se entusiasman con las historietas del espacio. Y, ¿quién de nosotros se atreve a afirmar que nuestra cultura es superior a la de ellos? Después de todo, la cultura es un movimiento minoritario. ¿Cuántos de nosotros hemos leído a Keats o a Shelley, Tennyson, Browning? ¿Quién lee a Samuel Johnson o a Dryden? Lo más popularizado es tal vez la música; todo el mundo ha escuchado a Beethoven o a Chopin. Sin embargo, cuando hace sesenta años solía asistir a los conciertos del sábado -obras de Paderewski, Pachmann, Elman, Siloti, Lamond- la sala siempre se encontraba abarrotada.
La televisión ha llevado a la gente cierta clase de teatro y también el ballet. El cine, por otra parte, ha dado mucha cultura a muchos. El problema, empero, es que casi todo lo exhibido es efímero; de suerte que un filme de verdad bueno raramente es proyectado más de una vez. Yo daría cualquier cosa por ver una película con Greta Garbo; pero el cine hace que todo pase. ¡Oh, volver a ver otra vez a Buster Keaton con su cara de bufón!
Como siempre, me he desviado del tema. Esto es uno de mis mayores encantos, me dicen algunos. Y yo digo que un escritor aburrido es aquel que nos amartillea sobre el mismo tema.
Bien, volvamos con los deberes a los que se tiene que enfrentar el niño. Pero qué palabra tan fea es ésa de deber; hace recordar a las mujeres que nunca pudieron casarse porque tuvieron que cuidar de sus madres inválidas. El mismo Freud se espantaría si viese aflorar el odio de esas mujeres.
Sin embargo, el deber existe. Yo no puedo quedarme en la cama cuando una clase de matemáticas me está esperando, mis ex pupilos han de enfrentarse con ciertos deberes hacia sus familias, sus trabajos, sus vecinos. En cuanto a los niños criados en un ambiente de libertad, también aceptan sus deberes con facilidad, pero sin hacer de ellos nunca una obsesión. Es decir, se mantienen equilibrados, no se obcecan contra aquellos de quienes parten los deberes, que les ordenan. Si una persona tiene libertad interior, el deber, la obligación, se simplifican. Sí, la palabra deber es fea. Deber significa para la mayoría que un muchacho de diecinueve años esté presto a luchar y a morir por su patria; pero esto se olvida cuando el deber se refiere a uno mismo... Si se quiere gozar de una vida sexual sin trabas, todos los pensamientos antivida se revuelven contra uno. Y es que nuestra sociedad exige el deber de morir, pero no el de vivir.
A continuación os propongo un interesante video que profundiza en las ideas de Neill y Summerhill, ¿que os ha parecido el articulo? ¿piensas que este modelo educativo es generalizable?
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